21.9.15

Probablemente no era nada normal, pero a Heberto le generaba una importante inquietud el realizar las más nimias y convencionales tareas y le era imposible no detenerse a pensar el tiempo que estaba invirtiendo en ellas. E «invirtiendo», pensaba, puede que no fuera la palabra correcta. «Gastando», «tirando», «viendo pasar», sonaban mucho más acordes. «Invertir» suena a algo que haces para obtener un retorno, ¿así que cómo va alguien a invertir su tiempo, que todo lo que hace es desaparecer? Imaginemos por un momento que fuese usted al banco y le hablaran de utilizar su dinero en un plan de inversión. Usted, como persona inteligente que es, obviamente, las primeras cosas que querría saber serían cuándo lo regresarían y cuánta utilidad le generaría. Pues figúrese que le respondieran a tales inquietudes con un somero «ah, claro: nunca y ninguna» mientras le sonríen, como si fuera de lo más conveniente y normal semejante locura.

Exactamente esa locura, pensaba Heberto, pasa con la cosa del tiempo. Aquella mañana, sentado en su cubículo diminuto, mientras veía el ordenador iniciar, caía en cuenta de que todos los días tenía que emplear alrededor de medio minuto de su vida viendo esa pantalla. No tenía ni la más remota idea de qué era de la vida de casi ningún familiar, pero sabía al dedillo que su equipo asignado era un AMD Athlon 6400 y que llevaba un disco duro Toshiba. Porque treinta segundos al día, seis veces a la semana, durante cuatro años, había sido avasallado en toda la cara con esa información banal. ¡Si al menos en vez de esa sarta de datos irrelevantes la computadora le ofreciera algo valioso! Por ejemplo, si al iniciar le motivara. Si, durante el arranque, una voz robótica le dijera cosas como «mientras cargo, permíteme recordarte que eres un ganador y nadie puede limitarte» o «Error de sistema, el equipo no puede computar lo genial que eres, Heberto. No es verdad, campeón, ya estoy iniciando».

Pero no. Tenían que exponerlo al impacto diario de información de discos duros y detección de memorias que a nadie le importaba. Treinta segundos al día. Eso son tres minutos a la semana, dos horas y media al año y un abrumador total de diez horas en los cuatro años desde que le habían transferido a ese trabajo.

Y eso eran cuatro años. Piense ahora usted lo que significa semejante desperdicio en actividades realizadas durante épocas de su vida mucho más extensas. Heberto, por su parte, había realizado las minuciosas cuentas de las ridículas pamemas propias de la vida humana. Había contado con reloj lo que se tardaba en hacer algunas cosas como ponerse las calcetas; doblar la ropa limpia revisando que no haya quedado pelusa y oliéndola a ver que tal se impregnaba el aroma del suavizante de telas; o lavando los platos, tallando arroz pegado y grasa quemada.

Tres segundos al día en preguntarse «¿no se me olvidan las llaves?» antes de salir de su apartamento, hacer memoria y darse cuenta de que no, que todo estaba en orden. Un par de veces al día, desde que tenía alrededor de 10 años, que su madre le dio por fin su propia llave y para que se enseñara a cargarla siempre, en vez de una didáctica explicación que le aclarara los beneficios de ello, optó por la quizás más efectiva técnica de decirle que si no lo hacía, el día que la olvidara nadie le iba a abrir y «el viejo» (no cualquier viejo, «el» viejo, uno específico) iba a llevárselo para quién sabe qué propósitos. Y en eso, en palparse los bolsillos y poner cara de imbécil, había gastado nueve horas y cuarenta y cinco minutos de su vida. Y eso, sin contar el tiempo perdido cuando de hecho las olvidaba, que no eran pocas veces.

En su hora de comida, Heberto había optado por llevar sándwiches porque no le gustaba llevar recipientes. Según sus cálculos, abrir y cerrar el pan de caja, enredando y desenredando su cinturón, llevaba ocho segundos al día, cuatro o cinco veces a la semana, desde los 21 años que inició su vida laboral. Trece horas y doce minutos ahí. Enroscando y desenroscando alambres plastificados. Y luego de comer, está el ir al sanitario. A sus 42 años, había gastado, según sus cálculos, 2555 horas defecando. 106 días realizando la inmunda tarea de expeler heces.

Un minuto y dieciséis segundos, en promedio, subiendo los cinco pisos a su departamento, desde hace 12 años que comenzó a rentar ahí. Cuarenta y ocho segundos en bajar. Doce veces a la semana según su promedio de las últimas tres semanas. 10 días y seis horas gastadas en ello. Y todavía le dirá el médico que le hace falta ejercicio.

Y esas eran actividades diminutas, de esas que nadie señala haber hecho nunca. A nadie va usted y le pregunta «¿que hiciste hoy?» y le contesta «ah, pues estuve abriendo el pan y luego ya me salí, no sin antes cerciorarme de llevar las llaves». Son como los interludios que unen las verdaderas cosas que hacemos. Ruido. Como esas veces, cuando niño, que Heberto acompañaba los domingos a su padre al fútbol y no recordaba nada sobre los trayectos ni los partidos, y la única razón por la que siempre quería ir con él, es porque al salir iban a esa heladería en la periferia y se sentaban en una banca a comer helado mientras el día se moría y el cielo, regularmente azul, se ponía a veces morado, de repente rosa, otras tantas rojo. Heberto podía haberse quedado atrapado en ese momento toda la eternidad y todo hubiera estado bien. Todo su día era ese momento y todo lo demás era ruido, era la nada necesaria de cruzar para encontrarse ahí, en ese momento, en ese lugar.

Lo peor es que, analizado así el tiempo, las cosas que Heberto disfrutaba también parecían un desperdicio y perdían todo sentido. 26 días y seis horas de los últimos tres años los había gastado pintando miniaturas de soldados y vehículos militares. 75 días, 3 horas y doce minutos de los últimos ocho años los había puesto en reuniones que, antes de ir perdiendo su importancia y aburrirse de ellos mismos, sus amigos de la preparatoria realizaban. Ahora estaba solo, pero con Margarita, su última pareja, tenía sexo un par de veces a la semana y eso implicaba haber recibido un par de felaciones de unos cuatro minutos cada una, semanalmente, durante los siete años que estuvieron juntos. Eran un total de treinta y seis horas y doce minutos los que Margarita había pasado con el pene de Heberto en la boca, antes de sentir que se le estaba pasando el tren, que su vida con él no iba a ningún lado y dejarlo, hace ya casi dos años.

De repente, Heberto se había dado cuenta de la misma inquietud pensando en la irrelevancia de todo cuando uno se daba cuenta del tiempo que gastaba en ello, era en si misma una actividad en la que con los años se lamentaría de llevar a cabo. Volviendo a las alegorías financieras, imagine usted que el banco le cobrara comisiones por un total idéntico al de su ahorro, por guardárselo. Eso no sirve para ahorrar, no tiene sentido alguno. Pues con el tiempo es así. Se podía uno sumir en muchos niveles de abstracción con la regresión infinita de pensar en el tiempo que se pierde pensando en el tiempo que se pierde.

Esa noche mientras acariciaba a Peloponeso, su gato calicó, se preguntaba: ¿qué habría hecho con todo ese tiempo que desperdició? Quizá habría estudiado programación y habría hecho ese sistema de arranque que le dijera que aunque el ordenador pudiera calcular millones de operaciones, él en cambio tenía un alma que brillaba con luz propia. Quizá le habría ofrecido a Margarita más estabilidad y «dejar de ser como un niño», como ella siempre le recriminaba. Quizá habrían rentado los dos en un piso más bajo, donde no tuviera que subir y bajar tanto.

Y hubiera, seguramente, llegado a la circunstancia en la que se encontraba, acariciando despacio y sintiendo el ronroneo de Peloponeso en las piernas, Heberto le pasaría la mano sintiendo su pelaje suavecito y en algún momento se preguntaría, ¿cuantas horas habría invertido en programar su programa de arranque motivador?, ¿cuanto tiempo había invertido en Margarita y en esa otra vida que nunca fue? Y todo parecería irrelevante también, todo sería el mismo sinsentido.