Después de muchas veces pasando aterrorizada y nerviosa junto a la puerta de reja de aquella casa, donde vivía el perro inmenso que siempre le ladraba a todo el mundo, un día, justo antes de pasar por ahí, Helena se preguntó por qué le daba por ladrar tanto.
Probablemente estaba pidiendo ayuda, quizá decía «¡Socorro, sáquenme de aquí!», porque a veces cuando alguien pasaba con algún otro perro, los dos se ponían a intercambiar ladridos, como charlando. «Guarda tus huesos y tu manta, vengo a las 12 con los chicos por ti». Seguro que debían saber que los humanos no hablamos su idioma, así que podían conspirar todo lo que quisieran. Como esas veces que Helena veía a turistas hablar entre ellos en su lengua y le parecía muy graciosa la idea de que estuvieran hablando pestes de alguien que tenían enfrente, hasta de ella misma. Su madre siempre le decía que cuando cumpliera quince la iba a llevar a Europa y le hablaba de Londres, de Roma y otros lugares, pero Helena siempre pensaba que lo primero que querría hacer poniendo pie en esos lugares, era soltarle una ordinariez a alguien, inclusive directamente, pero sin dejar de sonreír y asintiendo, para que esa persona asintiera también, pensando que le decían algo amable.
Volviendo al perro. También estaba que, las pocas veces que lo habría visto con su dueño, parecía un perro muy feliz, aunque eso podía ser sólo una muy convincente actuación, un personaje que representaba en lo que conseguía darse a la fuga. El único verdadero hueco que encontraba era que el perro también le ladraba a ella misma, y en general, a todas las personas, ¿y para qué les ladraría a unos insípidos humanos, si no le entendían? Así que no, no estaría pidiendo auxilio.
Otra opción es que estuviera solo todo el día, y para romper la aburrición se dedicara a saludar y animar enérgicamente a la gente que pasaba. Tal vez sabía que no le entendían, tal vez no, pero a nadie, ni siquiera a ese perro, le viene mal hacer amigos y ser amable. Eso tenía mucho más sentido. Así, cuando sucedía aquello de que otro perro pasara por ahí y comenzaran a ladrarse el uno al otro, debía ser simplemente un intercambio cordial de saludos y cortesías. Luego los ladridos se encimaban, claro, porque los otros perros iban con sus dueños y estos les daban apenas un breve instante para la cháchara. Había visto cómo a veces se enzarzaba en su respetuoso coloquio con algún amigo can y el dueño del mismo les cortaba la conversación llevándoselo en brazos, así que había que acelerar las cortesías perrunas, que el tiempo apremiaba.
Y luego, pensaba Helena, ¡es que los perros son así! Cualquiera que haya visto a un perro jugar o comer se puede dar cuenta de que son unos atolondrados. Podía ser que al no vivir tantos años como las personas todo lo hacen así, a lo loco y a lo grande. Sospechaba que a lo mejor por eso no les entendemos lo que dicen, porque lo dicen muy fuerte y muy rápido. Quizá si pudiera grabar a un perro y luego le diera al botón ese que hace que vaya despacio, resulte que se les entiende perfectamente, que inclusive hablan con más elocuencia y locuacidad que muchos humanos. No sería nada raro. Sin lentificar a los perros ya hay muchos humanos a los que se les entiende menos.
Helena suspiro y abrió bien los ojos. Miró hacia adelante, y por una vez no tenía ganas de pasar con urgencia junto a aquella entrada enrejada. No había ninguna necesidad de temer, porque ahora sabía que el perro sólo estaba saludándole con buena educación, podía ser que le dijera «¡eh, muchacha, ten un magnifico día!», «¿ya a la escuela?, ¡mucha suerte!» o inclusive «¡Oye, hoy te ves muy bonita!» y «Perdona si suena demasiado aventurado, pero siempre he pensado que eres genial». Así que hoy, en vez de apresurarse, pasaría con tranquilidad y le diría que tuviera buena tarde, que qué bonito pelaje, que qué bien le sentó la última muda, que si estuvieron sabrosas sus propias heces el día de hoy. Algo así, cordial.