13.6.15

En el cuarto que compartía con mi hermano siendo niños, había un agujero en el suelo que daba a un espacio suficiente para esconder pequeños tesoros, meter todo el brazo acostándose en el piso de lado. Lo hacíamos con mucho entusiasmo, de vez en cuando, esperando encontrar no sé qué cosa. Probablemente la primera o segunda vez encontráramos alguna moneda o algún tornillo, lo que ya era un éxito celebrado de la exploración, pero poco más habría aparecido ahí.

A veces, nuestros gatos se metían ahí a husmear, y podían tardar días en salir, pues el hueco entre la duela y el concreto era suficientemente amplio y abarcaba probablemente todo el cuarto o toda la casa. Por mi parte, estaba convencido de que abarcaba todo el mundo. Y era un pensamiento fascinante y aterrador.

Cuando uno de los gatos andaba ahí abajo explorando los confines que mis brazos no alcanzaban, si me tocaba salir de casa a tirar la basura, a la tienda o cualquier cosa, iba siempre pisando con vehemencia, me imaginaba que mi gato subterráneo iría siguiendo mis pasos, y si no los marcaba con firmeza podía no escucharlos, perderse en ese estrecho oscuro. Ese procedimiento lo hacía también si tenía que ir lejos, inclusive si me subía a un coche.

Más de una vez que un fin de semana íbamos a Morelos, para mi era normal ir en el asiento trasero marcando los pasos para mi gato, que obviamente había venido corriendo desde Marroquí, todos estos kilómetros, siguiéndome en ese angosto mundo debajo de nuestro mundo. Tal vez, aunque no lo escuchaba, me venía maullando, para informarme que sí, que aquí venía. O incluso podía ser que él estuviera muy cómodo ahí abajo del cuarto, porque el estrecho era fresquito y había insectos sabrosos, pero ese humano impertinente se salía y lo mejor era seguirlo para asegurarse de que no hiciera tonterías allá afuera. Qué pena que tuviera que venir a verlo una gata vecina porque su humano le había pegado al de ella.

Por ratos, en esos viajes largos a Zacatepec, se me olvidaba zapatear porque me gustaba sentir el aire y ver los postes pasar. Me gustaba ese momento en que íbamos tan rápido que los postes dejaban de pasar rápido y parecía empezaban a regresar lento. Sentía que iba en una patineta. Me preguntaba si al ir muy rápido, lo más rápido posible, el mundo empezaba a regresarse como se regresaban los postes. Si íbamos a llegar al medio día, habiendo salido a la una. Luego de golpe me regresaba a la realidad y me reprendía yo mismo por estar con mis tonterías, cuando tenía que estar moviendo los pies para que mi gato me escuchara.