27.5.15

Regresando a casa, a veces se paraba por un momento a ver una honda grieta que se había abierto en el puente, subía desde la calle a unos dos metros de alto, como la sombra de una rama, como si un gigante debajo de la ciudad intentara separar la tierra para salir a hacer algunas cosas al exterior, porque los gigantes también necesitan un poco de sol, de vez en cuando. Desde luego, esa versión era mejor que la aburrida realidad, en la que el puente sólo fuera ya viejo, seguramente.

Tiempo después lo rellenaron de concreto, resanaron y pintaron, y la grieta parecía no estar ahí. Quedó como nuevo, o eso parecía. Pero no la engañaban, no. Sabía perfectamente que debajo de toda eso ese maquillaje, el puente seguía y seguiría roto por siempre. Un puente debía ser caro, conjeturó, así que todas no es que los tiraran y los volvieran a levantar impecables, no. Tenían, los doctores de puentes, que sostenerlos eternamente, por rotos que estuvieran por dentro. Como ese.
Pensar eso le había hecho preguntarse si, como todos cuando pasaban por ahí, no veían un puente roto por dentro ni nada extraño, ella había pasado por alto las fallas de todas las otras construcciones.

Desde entonces, siempre que iba caminando por ahí, o en el asiento de atrás viendo las farolas pasar, inspeccionaba con cuidado todas las edificaciones. «Todos los puentes han de estar rotos», pensaba, «todos los edificios han de tener grietas». Y nadie prestaba atención a ello, al parecer. ¡Y si al menos sólo fueran los edificios!, si al menos sólo fueran los puentes... Pero seguro que era todo, todo. Los refrigeradores, las persianas o la ropa. Qué inquietud. Incluso ella misma se había roto un brazo hace tiempo, y nadie lo sabría sólo de verla pasar, claro está. Pero sabía que a veces, cuando al jugar caía sobre esa mano, o esas noches que hace frío, mucho frío, el hueso le dolía un poco. Y nadie le iba a decir (¡o eso esperaba!), que ya no servía, que la iban a echar al bote e iban a traer una nueva niña a sus padres.

Probablemente por eso nadie se paraba a preocuparse por la ruptura de todas las cosas del mundo. Así como ella sabía que estaba rota, cada cual sabía de sus propias averías y seguía tranquilamente con sus cosas a pesar de ello. Visto así, la propia vida parecía la misma expresión. Como don Anselmo, de la tintorería, que cada día parecía un poco más triste y un poco más flaco. Y como esos vídeos de demoliciones que pasaban en la tele, la existencia de todo parecía consistir en destruirse en cámara lenta.